Anarchy in The Basque Country

Anarchy in The Basque Country

FRANCISCO JAVIER SAN MARTÍN

El arte abraza muchas dimensiones; no puedo imaginar un arte centrado exclusivamente en una sola esfera. Muchas técnicas, procedimientos, estrategias, aunque todas parten de una única premisa: mirar el mundo. Después de mirar —o durante— la artista comienza a imaginar su obra. O quizás ni siquiera eso, como Firmin Quintet, que invirtió su mayor esfuerzo en no hacer obras de arte y dedicó su vida a mirar muchas personas. Nacido en Bretaña, de padre uruguayo y madre judía lituana, viajó por todo el mundo con la intención exclusiva de capturar el mayor número de rostros posible, con la pretensión desmesurada, pero también cabal de “convertirse en la persona que más caras ha visto en la tierra”. No vale la pena insistir en el fracaso de esta empresa o, al menos, en la imposibilidad de constatar su improbable éxito. Algún cronista atento ha escrito que Firmin Quintet se dedicó a “recorrer el mundo, los continentes, visitó los pueblos, atravesó los arrabales, se detuvo en los cruces de las grandes ciudades y consagró algunos segundos a todos los rostros que veía“. No se agotó en su tarea, porque nada debía hacer excepto mirar. Nunca hizo una foto o una grabación; nada escribió ni dibujó: se dedicaba a los otros, a mirarles con piedad o admiración, con indiferencia. Su trabajo consistió en acumular rostros.

Lejos de este voyeur obsesivo y bastante decimonónico, Elba Martínez es también una cazadora de rostros, pero no tiene ninguna pretensión de exhaustividad. Hace bastantes años que lo hace, pero no hay en ella ningún afán de archivo, ninguna codicia por coleccionar, ningún sistema establecido de validación de los rostros. Ninguna jerarquía. Al contrario, Elba disfruta con la diferencia y lo inclasificable: las personas que fotografía, sus mejillas, cabellos o tatuajes, sus uñas o su sonrisa, no son asimilables a ninguna taxonomía de lo humano o ella al menos no lo pretende. Fuera de cualquier clasificación, son siempre casos particulares, excepciones a la regla, momentos sin relieve que ella es capaz de dotar con su cámara de una extraña agitación emocional.

En el centro del torbellino

A pesar de que constituye nuestra única realidad tangible, las personas tenemos serias dificultades para experimentar el presente: estamos atrapados entre la ansiedad del futuro y la imagen sin definición que imaginamos, como del peso insoportable del pasado y los rastros también borrosos que conservamos en forma de recuerdos y fotografías. Es la paradoja del instante: lo único que realmente tenemos al alcance de la mano parece inaccesible. Elba Martínez se enfrenta consciente o inconscientemente a este aspecto de irrealidad temporal y se afana en hacer instantáneas o capturas. En sus imágenes no hay rastro de nostalgia del pasado como tampoco de angustia por lo que vendrá: son una reivindicación, o más exactamente, un disfrute del sentido radical del instante. Erasedhead: cada momento borra el anterior, no como pérdida sino como renovación radical del tiempo. Todo ocurre ahora mismo, como presente perpetuo, sin nostalgia y sin recuerdo: el instante se extiende y sigue la fiesta de la realidad.

En fotografía, trabajar con el instante, desprenderse de la pesada carga del tiempo, parece interesante, pero tiene también sus dificultades, relacionadas con una opción por la negatividad: no escenificación preparada, no iluminación controlada, no encuadre estudiado, no post-producción de las imágenes obtenidos. No estilo de hacer imágenes. Una opción por el no que sitúa su trabajo al borde del no arte o al borde de la pura documentación notarial. Y es cierto, porque este arte del presente radical, del flujo de la vida en directo, coquetea con la idea de no ser arte, o al menos de no parecerlo.

En cualquier caso, aunque quizás lo tengan, las suyas son fotografías ajenas a la idea de estilo. Las escenas que retrata Elba carecen radicalmente de efectismo, casi parecen haber ocurrido sin una fotógrafa que las documente; es como vida en bruto, brutal o tierna, vulgar o indefiniblemente sofisticada, pero donde la fotógrafa parece haber desaparecido en el interior de la escena, porque nada ha detenido con su instantánea sino que ha dejado fluir el tiempo y la pasión, sin una forma de hacer en el que puedan legitimarse. Un fotógrafo tan poco afectado y tan plano como Garry Winogrand se acercó a este campo de negatividad en cuanto a la consideración como arte. “Hago fotografías para descubrir qué apariencia tendrá algo una vez convertido en fotografía. Eso es, básicamente, por qué hago fotografías… Así empieza, y luego podemos dedicarnos a jugar”i.

Las imágenes de Elba no tienen estilo, pero tienen actitud, y esta no es fácil de medir con los parámetros tradicionales de legitimación de las imágenes. Esta actitud se mide por valores de negatividad, anárquicos, sin amo ni patrón, sin retórica, sin efectos complacientes, sin códigos de conducta, sin énfasis. La pura documentación de lo cotidiano no se acaba en la información que muestra la imagen, sino que incluye, como un paquete oculto, la interrogación sobre la naturaleza de la fotografía y el sentido estético de la toma. Después, si es preciso, podemos dedicarnos a jugar. Una estética llana, pobre, de luz indefinible, casi sin nada, pero repleta de intensidad y rebeldía, de emoción, de confusión, de proximidad y también de piedad y compasión por el espectáculo del mundo. La artista no está tan lejos de los personajes y escenas que fotografía, sino en el centro del torbellino, atrapada en el remolino de la experiencia. La suya es una plegaria para que la fotografía no desdeñe nada de lo humano, ni aunque sea demasiado humano, ni siquiera a la propia fotógrafa que documenta la catástrofe de lo real.

Así que, desprovista de estilo, la artista lo suple con actitud, y también con honestidad. Recordemos a Edward Weston a comienzos del siglo XX: “Solo con esfuerzo se puede obligar a la cámara a mentir, básicamente es un medio honesto”. Weston, como persona de orden, la da por supuesto y convierte esa honestidad en algo inherente al medio fotográfico. Pero no parece tan sencillo. Para Bob Dylan, en cambio, la honestidad también es un punto de partida, pero para vivir la anarquía de los sin ley: “Si quieres vivir fuera de la ley, debes ser honesto”, escribe en Absolutely Sweet Marie, de 1966. Elba está con Dylan antes que con Weston.

Cuando sugiero que Elba Martínez tiende a alejarse del arte, en el sentido del cuidado de la forma, el color o la técnica específica de la fotografía documental, no estoy insinuando que sea por dejadez, por desinterés, por desconocimiento, sino precisamente porque el componente de emotividad e inmediatez de sus fotografías ocupa todo su interés y no deja espacio para nada más. La intensidad de la toma lo ocupa todo. No es fácil ser una fotógrafa implicada con lo que observa en el visor y a la vez obsesionada por la “buena forma” del resultado. A veces hay que elegir, en realidad, siempre. Y Elba opta por estar del lado de la catástrofe, por alimentar el fuego, para que todo arda sin dejar cenizas. Como Valentine Penrose —esposa de un hombre célebre pero poeta olvidada entre las olvidadas— prefiere ser “servidora consciente del fuego antes que reina de la ceniza”. De las cenizas se ocupan los barrenderos; la artista cuida el fuego que nunca se extingue.

Fotos del Álbum Familiar

Las fotografías de Elba parecen seguir algunos aspectos del modelo de documentación de lo marginal que hizo célebre en los años ochenta a Nan Golding. Pero la fotógrafa estadounidense opera con sus modelos con un pie dentro del ambiente y otro fuera, con empatía, pero sin piedad, implicada pero no mezclada con el desorden de la vida. En otras imágenes puede acercarse al británico Martin Parr, un artista fascinado por lo chocante, pero que parece tener ambos pies fuera de los ambientes que fotografía. Un dato relevante: Parr fotografía a desconocidos con los que no traba ningún tipo de relación; Elba no hace fotos de gente con las que no haya conversado o bebido o besado: un contacto, en todo caso un roce que genera calor. Y en sus imágenes no se limita a describir escenas, sino que parece hundirse en el laberinto que describen.

Frente a la cuidadosa medición de las distancias en la fotografía documental, en Elba Martínez hay distancia cero, ya sea física, pues la misma fotógrafa parece encontrarse entre los fotografiados y tocar con la palma de la mano a sus personajes, o también psicológica, pues el ojo de la cámara parece compartir con ellos alegrías y tristezas, acción y relajación, euforia y abatimiento. Lisette Model en los años cincuenta o ahora mismo Valérie Jouve, parecen más próximas a Elba que Golding o Parr: ni melodrama de drogas y sexo ni verbena playera desolada: en sus fotografías, como en las de Elba, hay piedad por los hombres y mujeres que pueblan este mundo.

Muchas de las fotografías que se presentan en este libro se aproximan a la estética de la “foto familiar”, ese género masivo y transversal, despreciado o simplemente ignorado entre los parámetros del “gran arte”. Pero cuidado, no es una cuestión estética lo que se plantea Elba con estas fotos. No es belleza o fealdad, no es limpio o sucio, interesante o banal lo que está en juego aquí, sino la capacidad de leer los rostros entre líneas, interpretar las posturas y los gestos, las sonrisas o el tedio, los subrayados o las tachaduras, los acentos de luz y las zonas oscuras. La misma emoción por un rostro o por un pastel en un plato, por unos botines con tacón o una piel quemada por el sol.

No olvidemos que en la foto familiar para el Álbum, la fotógrafa —anónima— forma ella misma parte del grupo que ha fotografiado. Ligada por parentesco. Quizás el resultado estético sea mediocre o peor incluso, pero la temperatura emocional en muchos casos resulta insuperable. En esas fotos celebratorias, esa autora desconocida lo apuesta todo por la documentación cruda de ese cruce entre lo íntimo y lo público: nacimientos, bautizos, cumpleaños, bodas, vacaciones; etapas cruciales de la vida de las personas. Entre el interior de la casa, la terraza o la iglesia o el restaurante. Evidentemente, Elba Martínez no hace este tipo de fotos, pero sí hay en las suyas un persistente aroma de esta celebración de lo excepcional en el marco cotidiano. Como en ellas, en sus fotos hay muchos niños y también abuelas. Y juguetes.

Cuando Elba fotografía a otros, está contando también su propia vida, los lugares que visita, las personas que conoce; y al mostrársela al espectador este descubre que quizás su vida no es tan excepcional como se imaginaba. Es el efecto de la foto familiar: todas se parecen, los espacios son semejantes, los rituales se repiten, las figuras son intercambiables. Pero hay que insistir: Elba toma de la foto familiar alguna de sus convenciones, su retórica de cotidianeidad, pero ella lo pone al límite, lo lleva a un punto de fuga en que lo doméstico, en el sentido de seguridad y protección, adquiere un aspecto inquietante. Son imágenes que retratan lo cercano pero entran al fondo de ese espacio afectivo, en ocasiones hasta sus rincones más oscuros. Como al comienzo de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. En este “álbum familiar” que ahora publica Elba Martínez aparecen abuelas y sobrinos, cocinas y dormitorios, jardines y garajes, sofás y botellas, perros y botes de Cola-Cao, pero la cándida sonrisa de las fotos de parientes ha mutado en gestos reales, demasiado humanos. Son lugares muy reales, pero la artista huye de localizaciones específicas para centrarse en un anonimato del espacio paralelo al de los personajes: son cualquier lugar, ninguno y todos a la vez, literalmente ubicuos. Muchas de ellas son descarnadas, pero en el lugar y el momento de la toma, frente a sus personajes, la artista se muestra ávida de ternura y ávida también de documentar la anarquía de las situaciones. Dentro de la propia escena que fotografía, Elba parece capaz de ser a la vez tierna y salvaje, escéptica y apasionada, de convertirse en algo y su contrario —observadora participante— mimetizada con el entorno que documenta. Y, de ahí, no del Álbum familiar, surge la intensidad del disparo fotográfico: SOLO SUEÑO CON DELITOS.

Cine impreso

Estas fotografías documentan algunos rituales del presente, buscando sentido en lo que parece casual, aleatorio o banal. Elba no va a la caza de lo excepcional, sino que busca la excepcionalidad de aquello que parece incapaz de albergarlo. Este es uno de los valores más sólidos de su arte, de su visión de nuestra vida. Diane Arbus, cuya genealogía Elba sigue en cierta medida, escribió en 1963 un texto para solicitar una beca, en el que se proponía “guardar” los rituales urbanos porque “lo que es ritual, curioso y banal, formará parte pronto de la leyenda”ii.

Elba Martínez documenta flores y juguetes, gente riendo o comiendo, camisetas con texto y bikinis, pero también heridas y suciedad, sofás derrumbados y rimmel corrido. Se dijo en su tiempo, a comienzos de los ochenta, que Nan Golding fotografiaba sin pudor, y quizás entonces a muchos esto les parecía un halago. Pero cuatro décadas después este sistema de penetración en la intimidad ha colapsado: no hay ninguna intimidad de las personas en la que penetrar porque ellas mismas nos la muestran voluntariamente. Así que esa falta de pudor que entonces se reivindicaba como transgresión, debería hoy quizás releerse como intromisión y violencia entre iguales. El tono ha cambiado, afortunadamente. Si en algunas de sus primeras fotografías Elba entraba en ambientes extremos, al centro de la fiesta o la desolación que seguía, ahora sus fotos mantienen el lenguaje incisivo, directo y honesto, pero se han abierto a otros escenarios de eso que hemos convenido en llamar realidad. Y, por supuesto, con tanta sinceridad como pudor.

Esta narración necesita ritmos entrecortados, fuera de la lánguida secuencia de acontecimientos previsibles del Álbum. La forma en que la artista ha decidido mostrar las imágenes en este libro, en líneas verticales de centenares de instantáneas entrelazadas, la acercan a la idea de una secuencia de fotogramas. Pero las escenas y los ambientes cambian, la iluminación y el encuadre, las personas y los objetos, así que sería una película frenética de 24 imágenes diferentes por segundo, imposible de ver por un exceso de realidad concentrada. Pero en forma de libro, las imágenes se detienen y permiten al observador entrar furtivamente al interior de ese rodaje dislocado. Como en una película muda, algunas imágenes muestran textos en forma de notas escritas, tatuajes o camisetas. En definitiva, la posibilidad de tomar la temperatura de lo humano como texto, que Elba muestra en forma de poemas fotografiados, como cartelas de un cine sin sonido pero con texto: ODIO A MI NOVIA, NO SOPORTO LA FALTA DE ESPLENDOR, LLORA AHORA, ANA TORROJA, PIDO PARA COMER.

Las secuencias de imágenes se encuentran en este libro levemente desplazadas a izquierda o derecha, en algún caso levemente superpuestas, como una película mal proyectada, confiriendo ritmo y énfasis a las imágenes individuales. El paso lento o rápido de las páginas, de adelante a atrás o viceversa, acelera o ralentiza, ordena o desordena esta narrativa cinematográfica comprimida. El gran número de fotografías, en torno a 500, también es importante, precisamente porque resta protagonismo a las tomas particulares y se lo entrega al conjunto, a la acumulación. Intercalando cuidadosamente retratos individuales y de grupo, alimenta el ritmo de las subjetividades y los momentos de interacción humana.

La mujer de la multitud

“Da lo mismo lo que uno escriba, nunca se puede decir todo”, anotó Michel Leiris en su diario hace casi un siglo: impotencia del texto para una comunicación completa. Pero ¿y fotografiar? ¿También da lo mismo lo que una fotografíe porque es imposible comunicar todo con las imágenes? Pienso en los tres segundos o en los tres minutos anteriores a una toma de Elba: por la cabeza de la artista pasa un torbellino de ideas dispares, fragmentarias, contradictorias, esquivas; aparecen y desaparecen casi instantáneamente, se mezclan o se difuminan, cambia de idea, hace otra foto, la borra, hace una más y decide no seguir fotografiando, lo vuelve a intentar… Pero el deseo de estar allí con la cámara es más fuerte que la supuesta incomunicabilidad de todo este torbellino de decisiones. “Solo una cosa me pertenece: mi deseo”, escribió Jacques Rigaut poco antes de moririii. Poco más se puede añadir. La foto, al fin, ha sido hecha: para documentar una situación, pero sobre todo para alimentar ese deseo y también para abrirse al mundo. Durante una época de penuria e inestabilidad emocional, Garry Winogrand declaró en una entrevista: “Fotografiar está siempre ahí: es una manera de salir de ti mismo”iv.

Charles Baudelaire se adelantó siglo y medio en describir estas fotografías que Elba Martínez muestra ahora. No podríamos encontrar palabras más justas para situarlas en su espacio de deseo social. El poeta francés tomó prestado el concepto de El hombre de la multitud de su amado Allan Poe, para imaginar a su artista moderno en la ciudad. Y en su Pintor de la vida moderna describe esta nueva figura: es un deambulador, un paseante que está fuera de casa pero es capaz de sentirse en cualquier lugar como en ella. Puede mostrarse al mundo pero también permanecer oculto. Es un amante de la vida que hace del mundo su familia. Camina entre la multitud y se puede comparar a un espejo tan inmenso como esa multitud o a un caleidoscopio dotado de conciencia. “Es un yo insaciable del no yo, que a cada instante lo restituye y lo manifiesta en imágenes más vivas que la vida misma, siempre inestable y fugitiva”v.

Notas

i Citado en Garry Winogrand, El juego de la fotografía, catálogo de la exposición en Canal de Isabel II, noviembre-diciembre de 2001, TF editores, Madrid, 2001, pág. 38.

ii Diane Arbus, Revelation, catálogo de la exposición en el San Francisco Museum of Modern Art, octubre 2003 – febrero 2004, Schrimer-Mosel, Múnich, pág. 57.

iii “On n’a qu’une chose à soi, c’est son désir”, Jacques Rigaut, Écrits, edición de Martin Kay, Gallimard, París, 1970.

iv Tod Papageorge, Public Relations, catálogo de la exposición en el MoMA, Nueva York, 1977, recogido en Garry Winogrand, El juego de la fotografía, catálogo citado, pág. 12.

v Charles Baudelaire, “le pintre de la vie moderne”, en Écrits esthétiques, Union Générale d’Éditions, París, 1986, pp. 369-370.